Sobre el sentido de la vida 2


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En el fondo nadie quiere hacer suyas las propias palabras. Tal vez por eso nos las acabamos encontrando por todos lados muy a nuestro pesar. En la boca de los demás, en los renglones de los libros, en los mensajes publicitarios de la televisión. Están fuera, son de los otros, y sin embargo, si hay palabras que rechazamos con tanto fervor, es porque en realidad dicen algo íntimo de nosotros. Es porque en realidad nos las hemos apropiado – ya son nuestras – y, al hacerlo, les hemos dado un sentido determinado, un sentido que rechazamos asumir.

Evidentemente, eso no pasa con todas las palabras, sólo con las más secretas de cada uno. Incluso a veces, en vez de rechazar esas palabras, nos sometemos a ellas con sufrimiento, con dolor. “Soy un alcohólico”, “soy un fracasado”, “soy un inútil” son ejemplos de ello. ¿Pero por qué esas palabras que producen tanto dolor son rechazadas o asumidas con sufrimiento? Tal vez porque cualquier palabra a la que hayamos unido parte de nuestro ser nos proporciona un punto de referencia, una orientación, una base sobre la que percibir el mundo. Es mejor tener una base dolorosa que no tener ninguna en absoluto, ya sea esta base rechazada, ya sea asumida con sufrimiento. Eso es lo que se llama en psicoanálisis “identificación”.

La identificación consiste en unir algo de nuestro cuerpo junto con parte de nuestro ser (que siempre es vacío) a ciertas palabras (que son un tipo de vacío especial, podríamos decir que son un vacío coloreado). La identificación consiste en tapar un vacío con otro vacío más vivible, más humano, menos inhóspito y, además, implicar algo del cuerpo.

Es por ello que cuesta tanto renunciar a las palabras a las que nos hemos identificado aunque nos causen dolor y sufrimiento. Es por ello que cuando las palabras a las que nos hemos identificado se rompen, la angustia llega a ser insoportable, pues cuando esas palabras se resquebrajan, nos invade el puro vacío que en realidad somos, nos invade la muerte que siempre portamos o, mejor dicho, la muerte que somos, junto con cierto descontrol a nivel corporal, el cual se vivencia como un profundo malestar.

barco varado Una de las consecuencias del proceso identificatorio, que es siempre inevitable, consiste no en dar un sentido sino en abrocharlo. Esto es importante puesto que se tiene la idea de que la palabra iría unida por naturaleza al sentido, es decir, se tiene la idea de que bastaría definirse con una o varias palabras para obtener un sentido sobre lo que somos o sobre nuestra finalidad en el mundo y en la vida. Lamentablemente la cuestión no es tan simple.

Actualmente hay muchas corrientes psicoterapéuticas y muchos enfoques de autoayuda que recogen la idea ya clásica de la filosofía desarrollada a lo largo del siglo XX, a saber, que el sentido es una construcción, que el sentido lo construye la propia persona. En esto se basa por ejemplo uno de los padres contemporáneos de la terapia sobre el duelo, Robert Neimeyer. La parte principal de su orientación terapéutica consiste en ayudar a la persona a construir un sentido con su pérdida.

No cabe duda de que esta cuestión es cierta: el sentido se construye. Por eso la terapia de Neimeyer obtiene buenos resultados. Sin embargo, la construcción de un sentido (sea el que sea) es siempre secundaria a otra cuestión. Es por olvidar esto que los enfoques de autoayuda y las corrientes terapéuticas que se basan en la construcción de un sentido encuentran siempre un límite imposible de superar.

Valla metal La construcción de un sentido es secundaria a un abrochamiento previo. Este abrochamiento es el que se produce entre una palabra determinada y el cuerpo y el ser de la persona. Es decir, la identificación es necesaria para la producción de un sentido íntimo, propio y singular, sobre uno mismo, sobre la vida que vive y sobre el mundo que habita. Es sólo a partir de este abrochamiento entre la palabra y el cuerpo que puede surgir el sentido. Una vez que dicho abrochamiento se produce, el sentido se manifiesta como algo necesario y, al mismo tiempo, como algo que la persona construye sobre sí misma, su vida o su mundo.

Por tanto, el sentido es un efecto necesario y subjetivo del abrochamiento previo entre el cuerpo y el ser de la persona a ciertas palabras. Esto aclara la idea de que las palabras no portan en sí mismas un sentido natural o determinado, por el contrario, las palabras no significan nada por sí mismas. Es la propia persona la que ha de dotarlas de significado, pero este significado, este sentido, sólo es posible si existe un abrochamiento previo entre el cuerpo y el ser de esa persona con esas palabras.

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Que el sentido posea las características de ser una consecuencia subjetiva de un proceso previo y de ser singular en cada persona se debe precisamente a la naturaleza de las palabras.

Las palabras no significan nada por sí mismas. Sin embargo, poseen una propiedad intrínseca, a saber, llaman a la significación. Significación no es lo mismo que significado (sentido).

El significado, el sentido, es lo que se produce una vez que la palabra ha reposado, una vez que uno ha interpretado lo que quería decir dicha palabra. Es decir, el significado es el reposo de la palabra, lo cual produce un sentido. Este significado es posible por dos cuestiones.

En primer lugar, porque ha habido un abrochamiento entre la palabra y el cuerpo de la persona (identificación en sentido amplio), el cual le permite establecer una base sobre la que reposar las palabras que emite y que le llegan, es decir, le permite establecer una base sobre la que interpretar el sentido de las palabras.

En segundo lugar, porque las palabras pueden no significar nada por sí mismas (por sí solas no tienen sentido), pero las palabras poseen significación, es decir, llaman a darles un sentido.

 

Voy a ilustrar la diferencia entre significación y significado a través de la música. Este es el tema Lux Aeterna compuesto por Clint Mansell para la banda sonora de la película Réquiem por un sueño.

 

 

El motivo musical principal está compuesto con la idea de que no repose nunca. Esto es así porque la película trata sobre la caída de cuatro personas en la espiral de la drogadicción, por ello la música acompaña el ansia y la agonía que no cesan y que están presentes en los adictos más graves.

Aunque todo el tema gira en torno a ese motivo musical principal, tal vez la cuestión que intento ilustrar se perciba con más claridad a partir del minuto 4:01. Aquí el motivo principal se va a ir desplegando con toda la fuerza hasta llegar al clímax en el minuto 5:00.

Escuchamos y tenemos la sensación de que reposará en una nota final tras una serie de compases. Sin embargo, no es así. El motivo musical varía pero no reposa nunca. Es decir, la música suena, hay sonido, y ante ese sonido (dada la cadencia y la secuencia que toma) nosotros adelantamos una detención, un reposo, en cierta nota. Eso sería la significación. El propio sonido llama a darle un sentido, una detención, un cierre. No obstante, a pesar de que nosotros adelantamos dicho cierre, este no se produce en el tema musical. En la variación que sigue nosotros adelantamos el cierre posteriormente, pero de nuevo no se da. El cierre total viene en el minuto 6:15. Ahí la música cae en la nota final que cierra y que nosotros estábamos anticipando sin encontrarla. Ese reposo total, ese cierre, sería el significado, el sentido.

Con las palabras ocurre lo mismo. Las palabras, las frases, los discursos piden un cierre – esa petición de cierre es la significación –, un reposo tras el cual el sentido – es decir, el significado – aparece casi de forma automática.

Ahora bien, el punto de detención de la palabra no está en la palabra misma – por ello las palabras no significan nada por sí solas –, sino en esa base que cada uno ha construido abrochando su cuerpo y su ser a ciertas palabras. Sin ese tope las palabras nunca alcanzan un sentido, nunca cierran, aunque siguen pidiéndolo. La sensación es de una inquietud considerable. Es como con la música que he comentado: hay sonido, el sonido pide detención pero esa detención no llega. La inquietud corporal que se produce es, cuanto menos, ominosa.

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Toda esta disgresión nos conduce a la cuestión principal sobre el sentido de la vida. Si el sentido es una construcción individual inseparable de un abrochamiento entre el cuerpo propio, el ser singular y el lenguaje, podemos comprender los casos en los que el sentido de la propia vida queda unido a palabras muy dolorosas.

“Soy un enfermo”, “soy un fracasado”, “soy despreciable” son expresiones ejemplares de cómo el cuerpo propio queda tomado en un sufrimiento subjetivo muy difícil de renunciar. Es difícil de renunciar porque esas palabras dolorosas unidas a cierta satisfacción corporal vivenciada como sufrimiento forman la base, el tope a través del cual las palabras que nos son dirigidas o emitimos cierran, reposan. En otros términos, forman la base a partir de la cual se va a poder interpretar el sentido de lo que uno vive o hace.

En el momento en que una palabra abrocha el cuerpo y el ser de una persona, se construye una máquina de interpretar. Es a partir de estos puntos de anclaje entre el lenguaje y el cuerpo que interpretamos el sentido de lo que hablamos, de lo que nos hablan, de lo que nos sucede, de lo que vivenciamos. Y no es fácil renunciar al sentido aunque este sea muy doloroso debido a dos motivos fundamentales: habría que modificar la relación que el cuerpo mantiene con el lenguaje (es decir, habría que producir un abrochamiento nuevo entre el cuerpo y otra palabra distinta, lo cual es muy difícil porque implica la renuncia a una satisfacción inconsciente muy poderosa) y, por último, renunciar al sentido nos aboca a la angustia o a la perplejidad de las palabras que llaman a cerrar un sentido y no lo consiguen (las psicosis nos proporciona un florido muestrario de estos fenómenos cuando no hay base a la que anudar la significación de las palabras a un significado).
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Por otro lado, también existen las situaciones en las que las personas se lamentan de no hallar ningún sentido o significado a su vida. En estos casos la identificación que abrocha el cuerpo y el ser a ciertas palabras se ha deslavazado y, como consecuencia, las personas se sienten rotas, desorientadas, perdidas. De nuevo, habría que trabajar en el abrochamiento del cuerpo a otras palabras que proporcionen guía y orientación.

Debido a todas estas cuestiones, los libros de autoayuda o las corrientes terapéuticas que sólo trabajan a través del sentido quedan atascadas en estos casos, pues obvian el cuerpo de la persona y su enganche con el lenguaje. Sin esa base, no hay sentido posible, por mucho que uno mismo o su terapeuta traten de construirlo. Se hacen castillos en el aire y, sin cimientos, todo edificio se derrumba.

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Trabajar en el abrochamiento del cuerpo y las palabras es muy complicado. Hay que orientarse por los síntomas, por el deseo de la persona, por las marcas que el amor ha moldeado en el cuerpo y por la satisfacción inconsciente que a todos nos conforma, siendo siempre única para cada individuo.

El sentido no está en el amor, ni en la vocación, ni en los ideales, ni en el sufrimiento. El sentido reside en cómo el cuerpo propio se implica en el amor, en la vocación, en los ideales o en el sufrimiento. Modificar el sentido es modificar el cuerpo y la relación que éste mantiene con el lenguaje. Por ello, modificar el sentido consiste en transitar el camino del propio cuerpo y de sus marcas, de los gestos que nos hacen humanos y nos enlazan a otros mediante el amor y el deseo.

El sentido de la vida es transitar la forma en la que el cuerpo habita en la poesía.

 

Escrito por Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla

Psicólogo clínico del equipo Ágalma.


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2 ideas sobre “Sobre el sentido de la vida

    • Ágalma Autor

      Hola, Nacho. Gracias por tu comentario. Es cierto ¿quién sabe lo que hacen las palabras con nosotros? Nos dan una base, posibilitan que podamos dar sentido y se abrochan al cuerpo en un misterio insondable, como decía Lacan. Un saludo y gracias por leernos.