El camino de la pérdida


En consulta se habla de muchas cosas. Se habla de síntomas, se habla de angustia, de decepciones, de deseos y esperanzas. Se habla de dolor, del cuerpo, de parejas y familia, de cuestiones intrascendentes, de recuerdos, de experiencias, de amarguras y nostalgias… Se habla de infinidad de temas con infinidad de formas. Y sin embargo, todo de lo que se habla orbita constantemente en derredor de dos centros de gravedad que hacen nacer todos esos temas y todos los colores que los tiñen, que los impulsan y los atraen: el amor y la pérdida. Por ello a quienes me han preguntado alguna vez de qué se habla en una consulta de psicología clínica, siempre les he respondido que en realidad solo se habla de dos cosas. Solo se habla del amor y de la pérdida.

La inmensa mayoría de las palabras que pronunciamos cuando hablamos de nosotros mismos tienen como base el amor y la pérdida. En muchos casos se llega a hablar continuamente de la pérdida de amor y en casos muy graves, del amor a la pérdida.

Es como si de lo que estuviéramos hechos fuera de amor y pérdida. Como si se nos hubiera dado la capacidad de hablar porque somos amor y pérdida, para poder ponerles palabras, para hacerlos existir o conjurarlos, para comprenderlos y para pelearnos con ellos, para abrazarlos.

El amor y la pérdida nos atraviesan. Vivimos firmados por ellos. Caminamos bajo su signatura y, cuando estallan, zozobramos desorientados en naufragios pletóricos de dicha o desazón. Marcan aquello que consideramos nuestro ser: la identidad, el tiempo, los recuerdos, la personalidad o el hogar simbólico que llamamos psiquismo.

El amor y la pérdida acuñan nuestros destinos y nuestros pasos. Son el camino que el gran poeta Alejandro Céspedes caracterizaba en su libro La infección de lo humano de la siguiente forma, con la belleza que solo él consigue:

Hay sueños parcelados en vidas troceadas

y el hombre continúa levantando los muros que lo cercan.

Vivir será un constante recoger los pedazos

de un tiempo que, aunque existe, ya no nos necesita,

mientras el sol desciende sin fronteras

sobre el único y frágil horizonte

en el que aún creemos.

 Y aun así hay que seguir…

Hay que seguir

que ya viene el camino marcándonos el paso.

 

Cuando leí ese último verso la primera vez, me golpeó como un puñetazo y aún lo sigue haciendo. Es mostrar, con la sencillez con la que siempre se visten las evidencias, la falacia que sostenemos habitualmente al pensar que somos nosotros quienes marcamos nuestros pasos sobre el camino. Siempre es al revés, siempre es el camino el que marca nuestro paso. Creo que el amor y la pérdida son ese camino que ya viene marcando nuestros pasos.

Aunque el amor y la pérdida son inseparables, considero que la pérdida es más primaria, pues solo puede haber amor si existe la pérdida. Además, a pesar de que en las palabras que escucho en consulta amor y pérdida van de la mano, últimamente parece primar más la faz de la pérdida. Tal vez por la actualidad a la que nos condenó la pandemia con la pérdida de libertades, de rutinas, de seres queridos o de trabajos. Por ello quiero centrarme más en esta entrada en el filo hiriente de la pérdida.

La vida humana es una vida condenada al fracaso en el sentido de que la pérdida es su horizonte. “Todo se pierde”, nos dicen como señalando una obviedad devastadora. Y lo sabemos, aunque no queramos saberlo, aunque nos defendamos de ello con el estatismo de la fantasía o con la huida hacia delante de la hiperactividad.

Como afirmaba el poema de Juarroz, “todo se pierde, menos la pasión por la pérdida”. Vivimos siendo testigos de cómo todo lo que obtenemos o construimos, todos los lazos que anudamos y los afectos que derramamos acaban alejándose de nosotros o deshaciéndose de su materia y su existencia, disolviéndose en el agua salada con la que construimos su recuerdo. Recuerdo que acabará desapareciendo con nosotros, si es que antes no lo perdemos olvidándolo en la sima de la desmemoria. Y somos bien conscientes de esto.

Aunque esto ya por sí mismo es suficiente para que la pérdida marque nuestro paso por el mundo, el peso de la caducidad, la finitud y la pérdida no solo toma su densidad y su volumen de la certeza que portamos en relación a que todo se pierde, sino que, sobre todo, la densidad y el volumen de la pérdida proceden de que esta es originaria, es decir, que está en el origen, en el inicio. En otras palabras, no solo sucede que todo se acaba perdiendo, sino que nuestra génesis como humanos se articula alrededor de la pérdida. Portamos la pérdida antes incluso de poseer cualquier cosa que podamos perder. La pérdida está antes que todo, antes que nosotros, antes que nuestra individualidad o nuestro ser, antes que los objetos y las relaciones que acabaremos perdiendo.

Todo el mundo humano se teje alrededor de la pérdida porque la pérdida es lo primero y lo primordial. Por eso podemos decir que toda creación humana nace de la pérdida como una respuesta o como una declinación de la misma: las palabras, el amor, la familia, el arte, los recuerdos, la identidad, el psiquismo, el deseo o la esperanza.

Esta idea de que la pérdida es el inicio de todo es muy fuerte, es brutal. Es contraintuitiva y eso es lo que la hace tan difícil de pensar y de entender. Porque perfectamente podemos comprender la pérdida cuando tenemos a algo o a alguien y se nos va. Como lo teníamos y ya no lo tenemos decimos que lo hemos perdido. Creemos que la pérdida existe así, que sólo aparece ante cosas o personas que estaban con nosotros y que dejan de estar a nuestro lado. Por eso podemos entender la obviedad devastadora del “todo se pierde”. Pero es muy difícil comprender que se dé la pérdida si no hay nada que se pueda perder. Es muy complicado entender que si no tenemos nada que perder exista la pérdida. Eso es lo contraintuitivo de la idea que afirma que la pérdida está desde el inicio: que la pérdida está presente sin que previamente haya nada que se pueda perder.

De la dificultad de pensar que primero era la pérdida y luego todo lo demás (que también se perderá posteriormente) y no al revés provienen todos los mitos de la expulsión del paraíso. Adán y Eva expulsados del Jardín del Edén, condenados a no retornar jamás salvo una vez muertos. Es la forma de explicar el origen de la pérdida. Pero estas explicaciones míticas sólo pueden comprender la pérdida como pérdida de algo que hubo anteriormente y que ya no está. Tratan de explicar el inicio de la pérdida suponiendo algo que estaba antes de dicha pérdida, suponiendo que ese algo fue lo que se perdió. Sin embargo, es al revés. Ponemos el paraíso después de nacer a la pérdida. Antes ese paraíso no existía. La pérdida hace existir el paraíso como una especie de llamado a llenarla. Nunca sucedió que el paraíso diera lugar a la pérdida, y si algo así aconteció, fue después de la experiencia originaria de la pérdida, no antes.

En realidad, no perdimos nada que estuviera antes que nosotros, sino que nosotros nacemos ya perdidos. Al nacer perdidos inventamos el paraíso. La pérdida que nos introduce en el mundo humano nos obliga a imaginar que en algún momento existió un tiempo sin pérdida, un Edén, un paraíso donde la pérdida era impronunciable por inexistente y, por tanto, no experimentada y no acaecida.

En otros términos, solo podemos hacer existir la ausencia de pérdida desde la propia pérdida. Es la propia pérdida la que nos introduce la engañosa sensación de que tuvo que haber algún tiempo en el que estuviéramos completos, algún tiempo en el que no existiera la pérdida. Es la voz de la pérdida la que trata de decirse que ella no vino primero; son los sonidos áfonos de la pérdida los que les prestan a nuestras palabras la necesidad de una época previa donde la pérdida no existiera.

El psicoanálisis ha tenido esta cuestión siempre en primer plano. El objeto perdido descrito por Freud que tratamos de recuperar sin conseguirlo jamás (y que Lacan subvirtió formulando la lógica de lo que él llamó objeto pequeño a) ilustra esta idea. Primero aparece algo que es pura pérdida y luego todo lo demás. Primero aparece algo (nunca sabremos el qué) experimentado como ya perdido y a partir de ahí puede aparecer la vida humana. El psicoanálisis tiene el gran mérito de haber explicado la aparición del psiquismo humano, del deseo humano, de la lógica del sufrimiento humano, desde su costado más originario: la pura pérdida, la pérdida antes que nada.

¿Y cómo es que la pérdida es previa a todo? ¿Cómo se puede entender que haya pérdida antes de que exista nada que se pueda perder? El psicoanálisis da una tentativa de respuesta que no explicitaré aquí por no enredarme en disquisiciones teóricas y abstractas que pueden confundir más que aclarar. No obstante, algo tengo que bosquejar para explicar mínimamente esta cuestión.

Para el psicoanálisis de Lacan lo que nos hace humanos no son las emociones, el alma o la razón, sino el lenguaje. La lógica del lenguaje a la que debemos introducirnos y la que se nos introduce antes siquiera de haber nacido es la que nos dota de humanidad. Del lenguaje y su lógica nacen las emociones, el alma o la razón. Nacen el deseo, el amor, la identidad, el cuerpo como humano y el sufrimiento psíquico.

Por otro lado, con el lenguaje se constituyen sistemas simbólicos, no se puede hacer de otra forma. La ciencia, la filosofía o la matemática hunden sus raíces en el lenguaje para elevar sus construcciones teóricas y explicar la realidad humana. Sin lenguaje no existen filosofía ni ciencia, sin lenguajes formalizados no existen la matemática ni la informática. Y es precisamente del estudio de estos sistemas simbólicos que son construidos gracias al lenguaje donde encontramos una característica fundamental del propio lenguaje: que el lenguaje, como sistema, en sí mismo está incompleto. En otras palabras, el lenguaje porta un agujero, una pérdida original.

Quizá el ejemplo más famoso de esta cuestión sea el teorema del matemático Kurt Gödel. En la época de Gödel (años 20 y 30 del siglo XX) existían unos retos matemáticos formulados por otro matemático brillante llamado Hilbert a comienzos de siglo. Entre esos retos destacaba uno en particular. Hilbert aspiraba a que la aritmética se dedujera de ella misma. Es decir, que cualquier teorema u operación aritmética pudiera explicarse y deducirse desde la misma aritmética. Pero no sólo eso, sino que los postulados que se tomaran para demostrar esas cuestiones aritméticas también se dedujeran de la propia aritmética. En otras palabras, Hilbert aspiraba a que la aritmética se explicara a sí misma sin recurrir a nada más que a la propia aritmética.

Esto remite al famoso problema de la causa en Aristóteles. Aristóteles concibe la consecuencia como causada por algo, si no, no puede ser consecuencia. ¿Y cuál es la causa de la causa de la consecuencia? Otra causa. ¿Y la causa de esa causa? Otra causa. Y así hasta el infinito. Aristóteles resuelve el problema afirmando que hay una primera causa, o primer motor, que pone en marcha toda la serie de causas que llevan hasta cualquier consecuencia. Pero esa primera causa es distinta a las demás porque no está causada por nada. No es consecuencia, es causa en sí misma. Esa primera causa es la que el cristianismo llamó Dios. Para que el sistema de Aristóteles funcione necesita una primera causa no causada por nada. O sea, una causa que es externa al sistema de causas que piensa Aristóteles.

Vale, pues si equiparamos la aritmética al sistema de Aristóteles, lo que Hilbert pretende es que la primera causa se demuestre desde el propio sistema, es decir, que la causa primera sea explicada por el mismo sistema, sin darle ningún lugar especial, ni acudir a nada externo al sistema aritmético. En otros términos: que no haya Dios, que el sistema aritmético se explique a sí mismo sin necesidad de recurrir a algo exterior a él para poder explicarlo.

Otro ejemplo. A lo que Hilbert aspira es equiparable a pretender que una persona explique su nacimiento sin recurrir a sus padres, o a que se explique a sí misma sin acudir a su familia o a su cultura. ¿Cómo puedo explicar mi nacimiento sin acudir a mis padres? ¿Cómo puedo explicarme a mí mismo sin hacer referencia a mi familia o a mi cultura? Es imposible. Por eso era un reto lo que Hilbert pretendía con la aritmética.

Casi treinta años después de haber formulado el reto, Gödel demuestra que es imposible. La aritmética no puede explicarse a sí misma. Cuando lo intenta llega a paradojas y a contradicciones, que son el signo de que la lógica que sostenía el sistema se derrumba. Lo que Gödel muestra es que ningún sistema simbólico puede explicarse a sí mismo, que cualquier sistema simbólico es en sí mismo incompleto. Es decir, que lo que nos hace crear sistemas simbólicos (el lenguaje) porta en sí mismo un agujero, una pérdida, que hace que se tengan que recurrir a otros sistemas simbólicos para explicar cualquier sistema simbólico. Y esos otros sistemas simbólicos portan su propio agujero, pues siguen hundidos en el lenguaje.

Entonces, una primera tentativa para aproximarnos a comprender que en el ser humano la pérdida es lo inicial y originario, que la pérdida existe antes que haya habido algo que se pueda perder, es a través del agujero que el lenguaje porta en su núcleo.

Ya lo comenté más arriba. Para el psicoanálisis de Lacan lo que nos dota de humanidad es el lenguaje, de lo que emerge todo lo humano es del lenguaje. Por tanto, si el lenguaje porta un agujero, una pérdida, en su interior, nosotros – que nos constituimos a través de él – también la portamos desde el principio, ya que nuestro inicio como humanos es inseparable de nuestro entrelazamiento irrompible con el lenguaje.

Hay una idea tremendamente interesante en Lacan que permite profundizar en esta cuestión. Lacan plantea que el sujeto se constituye en inmixión de otredad. ¿Qué narices quiere decir esto?

El Otro en Lacan es antes que nada un lugar. Es un lugar simbólico donde se sitúan los significantes, es decir, el lenguaje.

El sujeto para Lacan no es el individuo, sino el sujeto del deseo o sujeto del inconsciente. El sujeto es ese deseo íntimo y desconocido y esas verdades profundas e ignoradas por insoportables que nos habitan y nos mueven.

Pues bien, para Lacan el sujeto no tiene otra forma de constituirse que dentro del lugar del Otro para después separarse, por así decir. La primera emergencia del sujeto es en el interior del Otro, o sea, en el interior del lenguaje. Para comprender esta noción basta pensar en una pareja que está planeando tener hijos. Cuando hablan del futuro hijo, que ni siquiera ha sido concebido aún, hablan de sus deseos y sus preferencias, si preferirían que fuera niño o niña, los motivos de ese deseo, el nombre que portará, lo que les gustaría que estudiase, etc. Dentro del lenguaje de esos futuros padres, determinado a su vez por el lenguaje de las familias y de las culturas de las que esos padres proceden, comienza a emerger un lugar, un sujeto que no es individuo, que aún no ha nacido siquiera, que ni siquiera ha sido concebido. El lugar del sujeto se empieza a cimentar desde el lugar del Otro.

Queda por aclarar el término “inmixión”. Este término hace referencia a una mezcla de dos o más elementos de la que, una vez producida, es imposible volver a separar dichos elementos. El ejemplo típico es el del café con leche. Una vez le echas la leche al café no puedes separar de nuevo el café de la leche, no puedes volver a tener de nuevo el café por un lado y la leche por otro.

Por tanto, si el sujeto se constituye en inmixión de otredad, eso quiere decir que es imposible volver a tener separadamente al sujeto por un lado y al Otro por el otro. Es decir, que el sujeto va a portar al Otro en su interior durante toda su existencia. Por ello la alteridad, la otredad, nos habita para siempre y por ello somos unos desconocidos para nosotros mismos. Por eso es imposible conocerse en la totalidad, porque la firma del Otro del lenguaje arrastra nuestra voluntad y constituye nuestro deseo y nuestra verdad que, como es ajena, es siempre insoportable.

Además, en la firma del Otro del lenguaje que nos habita está ese agujero característico e inseparable de cualquier sistema simbólico, el cual será lo que experimentemos como pérdida desde el inicio. Una pérdida que existe antes de que haya habido algo que se haya podido perder.

Y así se abre el camino de la pérdida para nosotros, ese que va marcando nuestros pasos, incluso antes de haber experimentado una pérdida “real”.

Todas las pérdidas posteriores, las que obedecerán a haber tenido a alguien o algo que se va de nuestro lado, harán eco de la pérdida original y desconocida que nos introduce la firma del lenguaje que nos habita.

Por ese camino transitamos y por eso quizá nos resulten tan familiares todas las imágenes de la caída, pues nuestra existencia se inaugura con una caída de un lugar inexistente, ajeno a nosotros e ilocalizable. Cuando abrimos los ojos de la conciencia ya estamos cayendo por el abismo y, al no percibir el lugar desde donde nos hemos precipitado, inventamos uno. Pero no deja de ser eso, un lugar inventado, inexistente.

En la presentación que el poeta Alejandro Céspedes realizó en Cádiz hice algo que no se debe hacer. Saqué de contexto totalmente dos versos de un poema suyo de su último libro y los enlacé con la melancolía para poder preguntarle sobre la pérdida. Los versos eran:

Se escucha el golpe sordo de lo que, imaginado,

buscaba su existencia en la caída.

Ese “buscar la existencia en la caída” es lo que nos toca después de abrir los ojos de la conciencia y notarnos precipitados en un abismo cuyo recorrido, si todo va bien, nos llevará unas cuantas décadas.

Al igual que el lenguaje nos precipita al abismo, también nos otorga todo un universo para desplegarnos y, al menos si nos es imposible volar para remontar la caída, podemos planear y encontrar paisajes bellos, horribles, insólitos, ordinarios, luminosos o lóbregos. Quizá así podamos descubrir algo que haga que merezca la pena esa caída sin retorno, este camino de la pérdida.

 

Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla

Psicólogo clínico del equipo de Ágalma

 

 

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