El silencio 2


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A veces hay gritos donde se dilata una parte de la voz. Igual que si se quisiese agarrar al dolor que le da vida y la vez la mata. Una parte de la angustia siempre va con esos gritos.

A veces hay susurros donde se despliega una parte de la voz. Igual que si se quisiese amoldar al aire que le da cuerpo y a la vez la disuelve. Una parte del deseo siempre va con esos susurros.

A veces hay silencios donde habita una parte de la voz. Igual que si se quisiese esconder del tiempo que le da origen y a la vez marca su final. Gran parte de lo que somos siempre va con esos silencios.

La voz verdadera de cada uno sólo existe en el silencio.

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Existe todo un universo del silencio. Hay silencios leves como la brisa sobre la arena, donde sólo se toma aliento para continuar hablando. Hay silencios densos como océanos de melaza, donde uno queda atrapado entre lo que es y lo que vive. Hay silencios pequeños como un beso sobre el cuerpo, donde uno se quiebra estremeciéndose. Hay silencios profundos como el infinito que va de un parpadeo a otro, donde uno se escucha a sí mismo y se descubre extranjero. Hay silencios umbríos y silencios luminosos, hay silencios cálidos y silencios árticos, hay silencios resonantes y silencios mudos.

El silencio es el vestido de noche del amor, pues sólo en la ausencia dejada por el amante se necesitan palabras, que crean presencia. Sin embargo, cuando los amantes están juntos, cuando la presencia es corpórea y férrea como roca viva, es el silencio lo que gobierna sus cuerpos y sus sucesos.

Todo es más real y más propio si aparece en el silencio o si es el silencio lo que acompaña: un aullido silencioso, una melodía silente, un roce callado, una agonía muda, una palabra sin sonido. El silencio y sus ecos.

También el tiempo es silencio. Se desliza a su propio ritmo deshojándonos de vida, marcando mudamente nuestro inexorable encuentro con la muerte, también silenciosa, también muda, también definitiva. Como el silencio.

Es cierto que nuestra brecha más íntima está habitada por las palabras, pero sólo porque en su fondo es el silencio quien reina. Ese silencio misterioso e incognoscible que anuda el lenguaje al cuerpo. Un silencio que orienta las marcas que las palabras tatuarán en el cuerpo, unas marcas que, al igual que todas las marcas, serán mudas. Es por ello que pedirán palabras, que pedirán sonidos.

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Esta especie de semiología del silencio es completamente necesaria para los que hemos decidido consagrar nuestra vida a escuchar.

Paréntesis: ¿qué es lo que lleva a alguien a consagrar su vida a escuchar? No lo sé. Puede que seamos amantes de la literatura, que ansiemos devorar historias que multiplican una realidad en millones de ellas, puede que amemos la historia. Si etimológicamente “historia” significa “cuentos del sabio” (del griego oida, “yo sé”, cuya derivación fue oistor, “sabio” y después oisotoria “cuentos del sabio”), puede que nos dediquemos a escuchar historias de vidas en las que los que las viven son los sabios de su propia historia para así hacernos nosotros mismos un poquito más sabios.

Sea como sea, los que hemos elegido dedicar nuestra vida a la escucha no podemos obviar el silencio y sus matices, porque sabemos que la voz más íntima de una persona sólo se expresa en el silencio.

Sólo cuando hay silencio puede alguien escucharse verdaderamente a sí mismo. Cuando no hay sonidos que disfracen la verdad del cuerpo y lo que transita bajo él, cuando no hay palabras que confundan un sentido con otro o nos produzcan a nosotros mismos malentendidos, entonces puede aparecer la verdad subjetiva que más se aproxima a nuestra certeza como humanos.

En el silencio, especialmente si este es compartido, aparece nuestra propia voz, que es silenciosa, sólo audible no para nuestra mente sino para nuestro cuerpo. Esa voz muda desencadena huracanes, sostiene las lágrimas y las derrama por dentro, inundando nuestro ser de un silencio que a veces es desierto, pero que, en el fondo, es la marca de la vida.

Después de esa experiencia compartida con el silencio que nos conforma y nos desborda, ciertas palabras que ya nos han marcado adquieren otra cualidad, otro peso, otra resonancia. El silencio nos libera, pues la libertad es un acto mudo pero imposible de deshacer, o también una palabra, pero sostenida por el silencio.

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Los que escuchamos, al igual que atesoramos ciertas palabras de aquel que habla, recolectamos las huellas del silencio. Huellas que aparecen en ciertas pausas, ciertas cadencias o ciertas escansiones del dolor. Aparecen también en los bloqueos, que no son más que la presencia del silencio vivo sobre nuestro ser, o en los pequeños tropiezos que surgen al pasar de una palabra a otra, al confundir una letra con otra o un sonido con otro.

Todo eso es lo que nos orienta para tratar de captar el sufrimiento de la persona. Un sufrimiento que en gran parte es silencio y por ello pide poner palabras. Las palabras destierran el silencio y, si aparecen en el momento oportuno, curan el dolor, ya que silencian el silencio.

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Sin embargo, no todo silencio es doloroso. Siempre ha de respetarse la brecha de aquel silencio que nos hace encontrarnos con nosotros mismos, con lo que nos ocultamos y nos mantiene vivos o cuerdos. No es ni terrible ni malo vivir cierta parte en silencio. No es un sacrificio, es una necesidad.

Tal vez por eso los que realmente queremos escuchar muchas veces permanecemos callados, porque es asombroso el universo de silencio que habita a cada persona y la belleza que produce el silencio o surge de él.

Respetemos, pues, el silencio. Es la única voz real de la persona.

 

Escrito por Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla

Psicólogo clínico del equipo Ágalma


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