La relación del deseo con la culpa desde el psicoanálisis


Un muy querido amigo me comentó que había estado viendo una conferencia del psiquiatra Fernando Colina en YouTube y me dijo que había varias cosas que no entendía del todo. Una de ellas fue una frase taxativa de Colina: «no hay deseo sin culpa». Con el ánimo de poder aclarar esta relación entre deseo y culpa desde el psicoanálisis, redacté las siguientes notas para enviárselas. Son notas que están en bruto, pero cuyo resultado me satisface un poco, así que las transcribo aquí por si a alguien le interesa esta cuestión tan importante y crucial para nuestra existencia. He de advertir que esta entrada puede resultar un poco densa.

La culpa está en el origen del deseo y Fernando Colina, siguiendo los planteamientos del psicoanálisis, sostiene que no hay deseo sin culpa. Es más, la culpa es la condición para que exista el deseo y dicha culpa se deriva de la pérdida. Para entender esto hay que partir de tres axiomas:

1) El deseo en psicoanálisis se entiende como un movimiento perpetuo, un empuje hacia algo que no se sabe qué es, hacia una especie de objeto mítico que es desconocido (en realidad ese objeto no existe) que cuando se obtuviera, calmaría ese empuje para siempre y acabaría con la insatisfacción vital. Por eso nos vamos poniendo objetos en el horizonte con la esperanza secreta de que uno de ellos sea ese objeto definitivo con el que el movimiento y su insatisfacción se detuvieran para siempre.

2) Hay que distinguir entre una culpa fundacional (que da origen al deseo) y una culpa, por así decir, secundaria (que es la que aparece cuando el deseo ya existe) y que se deriva de la existencia del deseo.

3) La culpa fundacional adviene tras una pérdida. Esta pérdida es la que posibilita que el humano acceda a lo que le da humanidad, que es el lenguaje. Es decir, es necesaria una pérdida para que el sujeto conozca la ley simbólica fundamental (que es la que produce el deseo). Sin esa pérdida, la forma que tendrá la persona de habitar el mundo humano será a través de la locura (la psicosis).

Me centro ahora en la culpa originaria y fundacional y lo voy a hacer a través del mito cristiano de la expulsión del paraíso.

El mito cristiano es de sobra conocido. Dios ha creado el mundo de la nada, ha creado al hombre y a la mujer y ellos viven en la perfección absoluta en el Jardín del Edén. Solo tienen que estirar el brazo para comer, no hay que hacer esfuerzos para satisfacer las necesidades, no existe la soledad ni el dolor. El único requisito que pone Dios es que no coman el fruto del árbol de la sabiduría. Dios les deja a solas y la serpiente (que es Satanás – no olvidemos, otra cara de Dios –) tienta a Eva a comer el fruto del árbol de la sabiduría y ella, a su vez, se lo ofrece a Adán. Las consecuencias ya las sabemos. Dios se entera y, como castigo por su falta, como castigo por su culpa, por el pecado cometido, les expulsa del Edén condenándolos a vagar eternamente por la Tierra, a ganarse el pan con el sudor de su frente y a parir con dolor. Adán y Eva acatan la condena con la esperanza de volver a retornar algún día al Jardín del Edén.

Mi lectura desde el psicoanálisis es la siguiente y para ir aclarando voy a sustituir a los personajes del mito. El Paraíso o Jardín del Edén pasa a ser una explicación mitificada que aparece a posteriori para dar cuenta de la sensación de pérdida originaria, para darle un sentido a una sensación de pérdida que existe desde el origen. Adán y Eva se quedan como están (seres humanos sexuados y mortales), a Dios y Satanás los voy a sustituir por el orden simbólico del lenguaje y comer el fruto del árbol de la sabiduría va a ser sustituido por un acto que permite conocer la Ley simbólica al precio de la pérdida y de la culpa. Establecido este nuevo contexto voy a tratar de leer el mito cristiano para ver qué enseñanzas puede encerrar desde la óptica del psicoanálisis.

Existe un orden simbólico (Dios) previo al ser humano que recubre el mundo y lo hace existir. Ese orden simbólico crea en el, por así decir, “mundo simbólico”, al hombre y a la mujer (en el sentido de que da nombre a una diferencia biológica fundamental: sexo masculino vs sexo femenino y, por tanto, permite simbolizarla y adjudicarse una identidad simbólica conforme a esa nominación).

Los seres humanos (Adán y Eva) aparecen cuando ese mundo simbólico ya está constituido y plenamente operativo. Es decir, se encuentran con él y, por tanto – y esto es importante –, existe antes que ellos y funciona independientemente de ellos. Es una característica fundamental de los significantes en psicoanálisis, que funcionan por sí solos, automáticamente, que no necesitan a nadie para existir.

La consecuencia de esto es que los seres humanos, cuando venimos al mundo, desconocemos absolutamente la existencia de ese orden simbólico, aunque venimos a él de cabeza. Lo ignoramos, no sabemos nada de él. La única forma de saber de su existencia es haciendo algo que nos abra los ojos a su presencia. La única forma de saber de él y de entrar en él es por una pérdida, que es justo lo que muestra, según mi lectura, el mito cristiano.

El orden simbólico (Dios) les dice a Adán y Eva que la única prohibición es la de comer el fruto del árbol de la sabiduría. Pero, en realidad, ¿sabemos si Adán y Eva entienden esa prohibición? Es más, ¿pueden acaso conocerla, comprenderla como tal? Mi hipótesis es que no, porque parto de la idea de que al venir al mundo, el ser humano no puede conocer la existencia de ese orden simbólico, es ajeno a él y, en parte, el mito cristiano reproduce esa condición de llegada del hombre a un mundo simbólico que es extraño a sí mismo. Llega a él desnudo y sin conocimiento ninguno.

Se me podría decir que en realidad sí lo sabían, que en realidad ya tenían libertad de elección, pues deciden comer del árbol a pesar de la prohibición. Es verdad, pero no hay que olvidar que solo hacen eso una vez que la serpiente de Satanás les ha tentado y Satanás, al menos para mí, es la otra cara de Dios, es decir, Satanás sigue siendo Dios, sigue siendo el orden simbólico. Entonces, tanto para acatar la prohibición como para desobedecerla, Adán y Eva se dejan llevar, no saben qué es una prohibición ni qué es una desobediencia. El orden simbólico les va llevando a hacer una cosa y luego la otra sin que sepan nada de nada. Es la mitificación de ese postulado fundamental del psicoanálisis que afirma que el orden simbólico funciona a su rollo, solo y que toma los cuerpos humanos y los arrastra a hacer una cosa u otra distinta sin que la persona sepa que es un orden simbólico ausente de personificación el que está decidiendo por ellos (eso es el inconsciente), aunque nos contemos un cuento y nos demos mil excusas para seguir creyendo que nosotros tomamos las decisiones fundamentales de nuestra vida.

Un paso más en este razonamiento. Es justo al comer del árbol de la sabiduría cuando Adán y Eva saben, por primera vez, qué es lo que están haciendo. Es justo al comer el fruto que saben por primera vez de la prohibición como tal y también de la desobediencia como tal. Y es justo al comer el fruto del árbol de la sabiduría que sienten por primera vez culpa porque ahora ya saben qué es lo que han hecho (recalco que antes era imposible que lo supieran) y, a la vez, les cae todo el peso de la condena de Dios. Es decir, en el mito cristiano aparecen ligados a la vez, en pura sincronía, conciencia, culpa, saber y condena (pérdida – deseo).

Hay algo curioso que puede parecer paradójico: Adán y Eva no saben que están decidiendo hasta que ya han decidido comer el fruto del árbol de la sabiduría. Entonces, aparecen en sincronía en el acto de comer del árbol de la sabiduría la conciencia, la culpa y el deseo. De la conciencia, la culpa y el deseo, no hay ni rastro antes de ese acto, es imposible. Pero hay, por así decir, un antecedente de ese acto. Mucha gente cree que es el libre albedrío lo que funciona como antecedente, pero desde el psicoanálisis no es así, pues el libre albedrío en el mito cristiano se inaugura con el acto de comer la fruta prohibida, no está antes, aparece después con la conciencia, la culpa y el deseo, a la vez. Por eso Adán y Eva se encuentran con su decisión sólo después de haber cometido el acto. Entonces, ¿qué les ha llevado a esa decisión sin saberlo y sin conocerlo? El propio orden simbólico (representado por la tentación de Satanás). Lo paradójico es que el orden simbólico empuja a que surja la conciencia, la culpa, el deseo y el libre albedrío, determinándolos por el arrastre hacia un acto inevitable (pues es el orden simbólico el que empuja a decidir sin que Adán ni Eva sepan nada de nada. Tras esa decisión que no han tomado, porque carecían de la capacidad de saber y de actuar libremente, se encuentran con todo el pastel de lo humano).

Se me podría objetar que al final es un determinismo lo que el psicoanálisis defiende. Es cierto, sin duda. Pero es un determinismo muy paradójico (porque determina justo lo que va a existir como indeterminado y como escapando a todo determinismo – por ejemplo, la libertad –). El psicoanálisis sale fuera del  determinismo de los genes o del ambiente al que estamos acostumbrados. Ya solo por eso, en mi opinión, es un camino de pensamiento novedoso y maravilloso.

Nos acercamos a la culpa originaria y a su anudamiento con el deseo, al que hace surgir.

Adán y Eva han sido llevados a tomar una decisión de la que solo son conscientes cuando ya se ha producido. Justo al morder la fruta prohibida se dan cuenta de lo que han hecho, porque se acaban de dar cuenta de que han roto una prohibición, y ahí entra la culpa por primera vez. Saber que han roto una prohibición hace que inmediatamente como respuesta aparezca la culpa. Y al mismo tiempo que aparece la culpa, aparece la conciencia de la pérdida (la condena de Dios expulsándoles del Edén, ya sabiendo perfectamente Adán y Eva lo que eso significa y conlleva). Y también a la vez, como respuesta a la culpa, aparece el deseo (la promesa de retornar al Paraíso, cosa que no sucederá jamás en la vida. Sólo se logrará, según el cristianismo, una vez muertos, cosa que no es ninguna tontería y que habría que pensar también por qué).

O sea, que tenemos a la vez, una culpa originaria que procede del resultado de una pérdida (la de perder la ignorancia y, posteriormente, como réplica de esta, la pérdida del paraíso) y una promesa de restitución de esa pérdida en forma de deseo (de empuje a encontrar de nuevo el paraíso, ese objeto mítico que cerraría la brecha del deseo y, a la vez, la de la culpa). Por eso la culpa originaria produce el deseo a través de una pérdida primaria.

Voy a traducirlo en lenguaje psicoanalítico. El orden simbólico (el lenguaje) nos preexiste, pero no sabemos nada de él. La única forma de entrar en él y conocerlo un poquito es a través una pérdida de algo, algo que no se sabe que es, porque nunca ha existido (por eso decía cuando sustituía a los personajes del mito cristiano que el Paraíso era un mito, una respuesta a una sensación de pérdida fundacional que introduce el propio orden simbólico en sí mismo – profundizo un poco en este aspecto en la entrada de este blog titulada El camino de la pérdida –). El propio orden simbólico nos empuja a entrar en él haciéndonos perder algo que no sabemos qué es. O, en otras palabras, el precio de entrar en el mundo del lenguaje es una sensación de pérdida de algo que no se sabe qué es, de algo que no existe. Es lo que les pasa a Adán y Eva cuando muerden la fruta prohibida, que pierden la ignorancia, que aparece una sensación de pérdida de algo que ya no existe más, que no saben qué es. Al perder eso, conocen la Ley de Dios, o, en otras palabras, entran de forma plena en ella (en el orden simbólico), la asumen, la comprenden. Antes la Ley de Dios existía, pero ellos estaban como por fuera de ella porque no la sabían como tal, no habían pagado el precio para entrar plenamente en ella.

La sensación de pérdida es la que hace aparecer la culpa. En otros términos, como para entrar al orden simbólico hay que transgredir una Ley que no es conocida hasta que no se viola (es lo que escenifica el mito cristiano), al violarla y, por tanto, comprenderla (y yo diría casi aceptarla), aparece la culpa. La pérdida de ignorancia se paga con la culpa, o sea, sólo se puede entrar en el orden simbólico perdiendo algo que no se sabe qué es y que además no ha existido y la respuesta a esa pérdida es la culpa: yo he tenido que hacer algo, que transgredir algo, que renunciar a algo, para entrar en el mundo humano y eso me constituye en mi ser como culpable. En otras palabras, la culpa originaria es inevitable desde el psicoanálisis, porque es el precio que el orden simbólico exige para entrar en él y para conocer algo de su existencia, y el orden simbólico es el que nos dota de humanidad.

Pero luego está la otra cara. Al sentir que hemos perdido algo y al sentir que, de alguna manera, somos culpables de eso, aparece el deseo. Esa esperanza en retornar de nuevo al Paraíso, esa esperanza de encontrar ese objeto que hemos perdido, que no sabemos cuál es ni sabemos siquiera si existe. De esta manera la culpa, nos “obliga” a desear, porque la pérdida que ha producido la culpa es la misma que nos empuja a reencontrar aquello que sentimos que hemos perdido. Es únicamente en este sentido que el psicoanálisis defiende que no hay deseo sin culpa y que la culpa originaria es la que nos abre el deseo. Volvemos al mito: hemos hecho algo de lo que somos culpables, se nos expulsa del paraíso (es la pérdida, junto con la de la ignorancia) y aceptamos la condena con la condición de volver a reencontrar el Paraíso, con la esperanza de volver a restituir lo que hemos perdido por decidir algo inevitable y que no sabíamos. Así se nos abre el deseo y su camino: la esperanza de encontrar de nuevo lo perdido, ese es el empuje del deseo que no puede existir en el mundo humano sin una pérdida y una culpa fundacionales.

Un último matiz para concluir .

Para el psicoanálisis la entrada en el orden simbólico nos provoca una sensación de pérdida fundamental. Hemos perdido algo que no sabemos qué es y que ni siquiera existe. Esa sensación de pérdida fundamental se experimenta como un vacío, un vacío existencial. Es través de la culpa que esa sensación de pérdida y de vacío se transforma en una sensación de falta. Porque la culpa es una herramienta del orden simbólico que ayuda a simbolizar un vacío constitutivo por entrar en el mundo del lenguaje. Al simbolizarlo a través de la culpa, ese vacío se convierte en una falta en su doble sentido: el de pecado, el de cargar con algo gravoso que ni siquiera nos pertenece y el de la falta de un objeto. A través de la culpa, ese vacío pasa de ser vacío a ser un hueco, una falta de algo. Es como si pudiéramos coger la “materialidad” de un agujero y colocarlo en una estantería entre dos libros. Se formaría ahora un hueco que nos daría la sensación no de vacío desolado, sino la sensación de que falta un libro en esa estantería. Así nos ponemos a la tarea de buscar el libro que falta para restituirlo a su lugar, sin saber que ese libro no existe, sin saber que esa falta, ese hueco, es en realidad la transformación de un vacío originario que no tiene ni tendrá un objeto que lo obture jamás.

 

Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla

Psicólogo clínico del equipo de Ágalma

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