Un poema sinfónico del vacío. Diálogos entre la música y el psicoanálisis 2


Para las personas que quisisteis acudir y no pudisteis y para los que os interesa el tema, comparto el texto que elaboré para el primer encuentro entre psicoanálisis y arte organizado en el Pay-Pay el 4 de abril de 2019.

Buenas tardes, es un placer estar aquí con vosotros, compartiendo ideas y reflexiones en un lugar tan emblemático de Cádiz. Así debería transmitirse el psicoanálisis, entre copas, música, arte e imaginación. Reconozco que lo único que faltaría para que esto fuera la perfección divina sería una buena cachimba. Quiero dar las gracias a las responsables del Pay-Pay por su atrevimiento y su fundamental apoyo en estas conferencias. Agradezco profundamente a la organizadora de este encuentro su confianza en mis desvaríos. Su pasión por el psicoanálisis, la dedicación y la lucha que sostiene para mantenerlo y la cercanía que ella transmite como persona, me hacen sentirme profundamente honrado de acompañarla en esta travesía.

Voy a hablaros de psicoanálisis y música. Para ello acompañaré la charla con canciones con el fin de convertir un monólogo árido en un diálogo agradable*. Os pido disculpas por adelantado debido a que la complejidad de algunas cuestiones me obligará a leer directamente el texto. Aun así, espero no resultar del todo insoportable. Voy a empezar encuadrando la idea del vacío que nos habita para poder enlazarlo con el arte y, a partir de ahí, desarrollar la idea central de mi intervención. Vamos a ello.

Estamos rotos. Desde siempre. Así nacemos, así vivimos y así morimos. Rotos. Todos y cada uno de nosotros. Creo que esa es la definición esencial del ser humano. Si el ser humano es racional, si es creador, si es social, si baila entre el amor y la muerte, es sólo porque está roto. Ser humano es estar roto. Y de esa rotura surge todo lo que nos define, todo lo que nos mueve. Esta es una de las nociones cruciales que me ha enseñado el psicoanálisis.

Imaginemos que se nos rompe un plato. Recogemos los pedazos y los volvemos a unir. No encajan del todo, quedan brechas de vacío que separan los trozos que no se han fragmentado. Esos vacíos desunen la totalidad de la imagen del plato, por allí se cuelan la luz y el aire. Los trozos del plato ya no están unidos, sino que están al lado unos de otros; están juntos y, a la vez, separados. Lo mismo le ocurre al ser humano: algo lo rompe en pedazos. Una fuerza externa, ajena a él, rompe su equilibrio instintivo y fragmenta su cuerpo en trozos durante los primeros años tras su nacimiento, instaurando un vacío que ya no se podrá borrar. Eso externo que nos rompe en pedazos es el lenguaje.

Al no poder valernos por nosotros mismos cuando nacemos y al tener que aprender a pedir las cosas que necesitamos mediante las palabras, el lenguaje funda un hueco, una distancia, tanto entre nosotros y el exterior como dentro de nosotros mismos.

Por un lado, el lenguaje abre un vacío entre nuestro interior y nuestro exterior haciendo que no todo de nosotros se acomode al mundo, que no encajemos del todo en nuestra familia o nuestra cultura. Por otro lado, el lenguaje introduce un vacío dentro de nosotros mismos, rompiendo nuestro cuerpo y dejando sólo pedazos unos al lado de otros, como el plato roto. Será la persona la que tenga que volver a unir esos trozos de cuerpo en una imagen que funcione mínimamente. Trabajo duro, muy duro, que no finaliza jamás y que, aunque se logre estabilizar, siempre va a portar las marcas de esa rotura, las brechas de vacío que aparecieron al inicio.

Volvamos a nuestro plato roto. Para poder seguir utilizándolo podemos hacer como los japoneses y su arte del Kintsugi, sellando los huecos con oro líquido o platino. De esta manera los fragmentos rotos del plato volverán a unirse, quedando bien visibles las marcas de fractura. Lo que el ser humano hace con su rotura, con las brechas de vacío en su cuerpo y entre su interior y el exterior, es algo parecido: crear algo que nace de ese vacío y que funciona como pegamento de su ser; tapona el vacío para mantenerse entero. Sin embargo, sea lo que sea que utilice para suturar el vacío, las marcas de la rotura permanecerán como huellas imborrables de su cercenamiento.

La idea hermosa es la siguiente. Precisamente como hay rotura, hay vacío. Y precisamente como hay vacío, como hay huecos y agujeros, el ser humano puede crear. Sin huecos no habría sitio para poner algo nuevo. Si el ser humano no estuviera roto, no podría hacer filosofía, no podría escribir poesía y tampoco podría haber encontrado la música.

Si todos los seres humanos estamos rotos, entonces todos los seres humanos estamos hermanados por el vacío y todos somos potencialmente creadores. Tal vez por ello todos nos conmovemos con lo que está en el límite, nos fascinamos con la mirada que nos devuelve el abismo y tallamos la soledad con palabras. Entre los símbolos que nos dan asiento, las imágenes de las que nos enamoramos, el espacio que habitamos y el tiempo que nos atraviesa, transitamos del vacío del no ser al vacío de haber sido, del vacío donde todos los caminos son posibles al vacío donde no existen ya caminos. Nos deslizamos, llevando nuestro vacío, de un vacío a otro.

En el vacío que portamos, ese que nos hace humanos y que nos abre la posibilidad de creación, podemos hacer surgir muchas cosas. El deseo es la más humana, el amor es la más anhelada, el dolor es la más habitual y la locura es la más idealizada. Sin embargo, hay otra cosa que podemos hacer surgir en el vacío que nos humaniza y que es la que hoy nos convoca: el arte.

El arte tiene numerosos asideros por donde puede ser tomado: la función de crear belleza, la función de denunciar lo que está latente en el discurso social, la función de conmover o la de asegurar una presencia que trascienda la muerte. A mí me interesa especialmente lo que descubrimos del arte si lo palpamos con los guantes del psicoanálisis.

En este sentido, el arte surge del vacío que nos conforma; el arte funciona para mantener unida la subjetividad rota de cualquier artista. Cuando se califica a la producción artística de subjetiva, se quiere decir eso, que el arte surge del vacío propio y singular de aquel crea. Precisamente porque lo más íntimo de alguien son siempre esos agujeros, esa rotura con la que debemos arreglárnoslas de por vida.

Freud comparaba el alma humana con un cristal afirmando que, aunque parezcan idénticos, la rotura de un cristal siempre es distinta a la de otro porque las líneas de fractura de cada cristal son siempre diferentes. Es por ello que lo más nuestro nunca son nuestras palabras, nuestros ideales o lo que creemos desear; no, lo más nuestro son nuestras heridas. Esas heridas que el vacío habita tras nuestra rotura son la sede del alma, lo más único de nuestro ser y es ahí donde nace el arte como lo más solitario que trata de tocar lo más social.

Esta idea es importante porque define algo esencial del arte, su característica de hacer pasar algo de lo más singular de una persona al lazo social, a la objetividad del grupo.

A diferencia de la locura, donde las creaciones de la persona en forma de un lenguaje nuevo o de realidades delirantes no pueden hacer vínculo con sus semejantes, condenando a los locos a la agonía de una perpetua soledad, el artista logra que su acto creador sacuda a los otros. El artista puede conseguir un vínculo entre su vacío y el muro extranjero de la sociedad. En la producción artística la persona alcanza, al menos por un instante, a hacer pasar lo único a lo común, lo particular a lo universal. Esa chispa inefable que aparece cuando se fusiona lo más singular con lo más general produce todos los efectos del arte: belleza, conmoción, denuncia y trascendencia.

Creo que esta cuestión es fundamental, pues no todo acto creador es artístico. Todo acto creador nace del vacío y el arte no es una excepción, pero para que una creación sea artística debe portar en su seno el hechizo que hace rozar el vacío singular con la sinfonía universal, produciendo una disonancia que trastoca la armonía del mundo de los otros.

El delirio del loco es una creación que nace de una catástrofe subjetiva donde el vacío engulle el alma, pero no es arte ya que no pasa al lazo social. El loco crea un nuevo mundo donde él es el único habitante, su creación es sólo para sí mismo.

El amor nace del vacío solitario que cojea pidiendo una muleta, pero sólo es ilusión engañosa si el amante no se deja sembrar por el idioma extranjero que habla aquel a quien ama. El amor no es un arte, pero puede serlo no si es correspondido o estremece el propio interior, sino si además uno se permite ser tocado por el vacío del otro.

Los sueños y las fantasías también son creaciones que brotan del vacío, pero no son arte puesto que sólo son espejismos que sostienen la propia visión del mundo, el propio deseo, y se visten con la triste impotencia de no poder hacer pasar la propia herida dentro de la herida de los otros.

La creación sólo se vuelve arte si algo que produce mi vacío encuentra un lugar en el vacío de otro, si mi creación singular toca lo singular de otro o puede llegar a trastocar la defensa de lo universal de la cultura convirtiendo lo mismo, lo de siempre, en algo único y diferente.

El vacío consecuencia de nuestra rotura, ese que nos hiere, ha fragmentado nuestro cuerpo, como el plato que se nos ha roto, y ha separado nuestro ser en pedazos. El acto creador que potencialmente será artístico va a tomar su forma dependiendo del lugar del vacío que la persona escoja, dependiendo de la posición de ese vacío entre los trozos donde la persona se sitúa para erigir su construcción.

Por ejemplo, la pintura es la creación que toma el vacío de la mirada como su punto de apoyo, la poesía es la creación que parte del vacío oscilante entre el sonido y el símbolo, la escultura nace del vacío entre el tacto y la mirada, el teatro entrelaza los vacíos del sonido, la mirada y el símbolo, al igual que el cine. La arquitectura navega en el vacío del espacio y la música convierte el vacío del sonido en la voz vacía del tiempo.

Este es uno de los secretos invisibles de la música, que la música no es el arte del sonido, sino que es el arte del tiempo. La música no resuena en lo que suena, sino en lo que hace surgir de su tejido de sonidos, mudando puntadas acústicas en bordados de tiempo. Un tiempo singular, como veremos, un tiempo sonoro, pero tiempo, al fin y al cabo, el tiempo vacío del alma humana.

Para comprender este sorprendente matrimonio entre el sonido y el tiempo que es la música, os ruego que me acompañéis en una pequeña historia que va de delante hacia atrás, de la ciencia a la filosofía. Vamos a ir de Einstein a Kant, para después pasear por el lenguaje y terminar donde acabamos todos los humanos, frente a los ojos inabarcables de la muerte.

En este punto voy a tratar de articular la idea de que la música es el arte del tiempo. Comenzaré con el entrelazamiento entre la música y el tiempo exterior, por lo que hablaré de Einstein, física y arquitectura. Seguidamente veremos la incidencia de la música en el tiempo interno, el subjetivo, lo que nos llevará a tomar de la mano a Kant y pensar un poco en el lenguaje.

No podemos dudar de la seriedad académica de la ciencia, con su rostro adusto de conocimiento objetivo empeñado en borrar el color que toma brillo en los matices de la subjetividad de cada uno. Pero a su pesar, y como la ciencia está hecha por personas rotas, la poesía acaba colándose en las matemáticas, y así la física ha encontrado la música.

La teoría de cuerdas es de los últimos intentos de la física para tratar de explicar la materia y el universo. Es una teoría muy bella que no se entiende sin la música. La teoría de cuerdas imagina que lo más básico de la materia, la parte última de ella, toma la forma de una cuerda vibrante. Esa cuerda vibrando en determinadas dimensiones produce las partículas subatómicas que se van anudando para formar átomos, los cuales crearán elementos. Estos darán lugar a las partículas y ellas, a las moléculas que generan todo lo material que nos constituye y nos rodea, desde nuestra biología hasta el corazón ardiente de las estrellas.

Una cuerda, como la de un violín, vibra produciendo un sonido en una tonalidad, luego vibra en otra produciendo otro sonido, así se van añadiendo sonidos en diversas tonalidades. Del canto indefenso de una nota a la sinfonía que moldea el universo.

La teoría de cuerdas no sería posible sin la mecánica cuántica ni la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Einstein, el músico que se convirtió en físico. Un virtuoso violinista que amaba la música de Mozart, pues la consideraba tan pura que parecía haber estado siempre ahí, esperando que alguien la descubriera, igual que las leyes de la física. Einstein, quien llegó a decir que, si no se hubiera dedicado a la física, sin lugar a dudas habría sido músico.

La música de las ecuaciones de Einstein hizo escuchar por primera vez la voz del espacio y la del tiempo como una sola y no como voces distintas. El espacio y el tiempo se afectan mutuamente como las palabras y la esperanza o como la ausencia y el deseo. Una alteración en el espacio se refleja en el tiempo y viceversa. Con Einstein el tiempo y el espacio se unieron en un continuo y dejaron de estar separados.

Tal vez por eso, si la arquitectura es el arte del espacio, también trastoca el tiempo, como nos sucede al entrar en la catedral de Sevilla o en el palacio de la Alhambra. El espacio moldeado por la arquitectura juega con el tiempo y hasta el aire parece conservar los aromas atrapados en la época de las piedras que delimitan el diseño arquitectónico.

De la misma manera, si la música es el arte del tiempo, acaba trastocando el espacio. El tiempo que despliegan la quinta y la novena sinfonía de Beethoven abre espacios infinitos que nos hacen habitar en una inmensidad inacabable, como la sala de las Minas de Moria que Tolkien imaginó en El señor de los anillos. Mientras que el tiempo marcado por la versión que 2Cellos hacen de la canción Hurtdelimita un espacio tan íntimo y mínimo como el grosor de una respiración que se lamenta del dolor.

Pero quizá donde mejor se observe este anudamiento entre espacio y tiempo, arquitectura y música, sea en el monasterio de Sant Cugat del Vallés y la catedral de Gerona. En ellos el musicólogo alemán Marius Schneider descubrió que las majestuosas columnas, cuyos chapiteles están tallados con diferentes animales, son en realidad partituras de estremecedores cantos gregorianos. Cada animal está asociado a una nota musical, por lo que si uno pasea mirando el espacio que ocupan esos animales mientras va cantando el tiempo musical esculpido en ellos, se hace resucitar el sonido que muestran silenciosamente las piedras. La arquitectura encierra en su espacio el tiempo de la música y, a la vez, la música delimita con su tiempo el espacio desplegado en la arquitectura.

Einstein anudó el espacio y el tiempo para crear el continuo espacio-tiempo y con ello revolucionó el corazón oculto de la materia. Con el genio alemán la física empieza a desvelar que la existencia de la materia está hecha de espacio y tiempo. Pero la materia no puede abarcar todos los pliegues de la vida humana. Hay algo entretejido en la materia de los cuerpos humanos que permite las diferentes declinaciones de los afectos, los destinos y los amores que no se reduce a las células. A eso lo han llamado chispa divina, alma o psique.

Para entender las consecuencias del espacio y el tiempo en el alma humana hemos de saltar tres siglos al pasado, a la época de las pelucas blancas en las cortes de los reyes, la época donde Cádiz era uno de los referentes fundamentales de la cultura y la investigación científica. El siglo XVIII, la época del filósofo alemán Immanuel Kant.

Kant, tan hipocondriaco que guardaba un almacén de medicinas en su casa, tan metódico que cuando salía los vecinos ponían en hora sus relojes, pues siempre paseaba a las cinco en punto de la tarde, lloviera, nevase o el sol acuchillase con su calor. Kant, como todo buen filósofo, envuelto en el remolino de agujeros que son siempre las preguntas sin respuesta, se planteó qué es el conocimiento y cómo los seres humanos llegan a él.

Kant sabía que el conocimiento está ligado a la experiencia. Conocemos el amor igual que conocemos el color, el dolor o el calor, porque los experimentamos. Sin embargo, los datos que vivenciamos con la percepción no bastan para alcanzar el conocimiento real, esos datos hay que poder organizarlos. Lo que permite dicha organización es el tiempo y el espacio.

El tiempo y el espacio son las condiciones de posibilidad de todo conocimiento que nos llega por la experiencia, son los cimientos que nos permiten conocer lo que percibimos, el marco donde alojar el lienzo de lo que nos llega por los sentidos para alcanzar a ver el cuadro en su totalidad y obtener así el conocimiento.

Sin el tiempo y el espacio no podríamos organizar nuestras experiencias y, por tanto, no podríamos conocer nada. Para Kant el tiempo y el espacio están antes que toda experiencia, antes que todo sentido. Los seres humanos accedemos al tiempo y al espacio sin tener que experimentarlos, los tenemos metidos en lo más profundo del alma. Por eso Kant los llamó a priori, porque están antes que todo lo demás, no necesitamos experimentarlos para conocerlosy sin ellos no habría posibilidad de alcanzar ningún conocimiento.

Si la música bebe de la temporalidad, solapando notas en armonía para dibujar diferentes líneas temporales que a la vez son simultáneas, construyendo una sucesión sonora que evoluciona formando geometrías que dilatan y contraen los minutos, proponiendo inicios en mitad de la pieza o finales al principio, entonces la música es el arte del a prioridel tiempo y, por tanto, siguiendo a Kant, la música es el arte de la posibilidad de conocimiento.

La música encarna el tiempo que nos permite conocer. Con ella se escande un saber que va más allá de lo que nuestra mirada atrapa y más acá de lo que nuestro cuerpo percibe. Al oír música tenemos la sensación de descubrir algo nuevo, algo nuevo que tal vez ya conocíamos sin saberlo. Esto es porque el conocimiento y el tiempo que porta la música no son los universales. El conocimiento de la música es el del vacío particular que nos hermana en la rotura. El tiempo de la música es el de la herida de la que surge el alma, el tiempo subjetivo y propio, el tiempo que se inaugura con el lenguaje y el símbolo.

Ahora querría detenerme un poco en explicar por qué el tiempo interno, el subjetivo, nace del lenguaje y por qué ese tiempo está hermanado con la muerte, para poder entender que la música está ligada a la muerte y, por tanto, también está ineludiblemente anudada a la vida.

Existe un tiempo externo a nosotros, el de la sucesión continua de los días y las noches, el que bautizan los números de los relojes y las páginas de los calendarios, el que deforman la velocidad de la luz y la masa descomunal de los agujeros negros. Nosotros habitamos dicho tiempo, en él surgimos y a él nos anudamos. Pero habitar algo no significa ser consciente de eso, no significa saberlo, igual que muchas veces el amor no sabe que habita la misma casa que el odio. La magia que nos hace pasar de habitar el tiempo a saber que lo hacemos, el ensalmo que introduce en nuestro ser el paso subjetivo del tiempo, su percepción y su condena, no pertenece al tiempo, sino al lenguaje, al símbolo.

Freud relata un juego que observó en su nieto cuando este era un bebé. El niño, cuando su madre lo dejaba solo, cogía un carrete de hilo que lanzaba al grito de “¡fuera!”, para después tirar de él y recuperarlo con la exclamación “¡aquí!”. El bebé repetía una y otra vez la secuencia, sobre todo la primera parte, hasta que la madre retornaba a su lado. Freud concluye que ese juego entre el carrete y las palabras es la forma que encuentra el niño para soportar las ausencias de la madre, las cuales no controla. Aquí tenemos el vacío, el dolor y el remedio que los palia. El niño sustituye a la madre por el carrete de hilo y así él decide cuándo se va y cuando vuelve. Pero, además, haciendo eso el niño también consigue otra cosa: simboliza la ausencia de la madre. Las palabras “fuera” y “aquí” permiten una distribución subjetiva del tiempo; primero “fuera”, después “aquí”. El tiempo en bruto que inicia la ausencia de la madre, se ordena entre dos símbolos, se interioriza entre dos palabras. Ese tiempo desplegado entre dos palabras es lo que hace que el ser humano tome conciencia del paso del tiempo, es lo que hace que el ser humano perciba el paso del tiempo.

En el vasto océano del tiempo exterior, las balizas de las palabras recortan lapsos de tiempo para una persona. Sin la alternancia entre la presencia y la ausencia de los objetos, sin las palabras que nombran la ausencia de esos objetos para hacerlos presentes en la fantasía, el ser humano no podría acceder a la vivencia subjetiva del tiempo, no podría percibirlo ni contarlo ni echarlo de menos ni recordarlo. Sin la presencia y la ausencia, sin el vacío que crea la ausencia y sin las palabras que tratan de llenar ese vacío de la ausencia, el ser humano no tendría noticia del tiempo ni tampoco de su consecuencia, a saber, que ser humano es el bautismo de la muerte.

El tiempo subjetivo, su percepción, sólo es posible si las palabras que nos constituyen recortan el tiempo exterior. Al percibir el tiempo inevitablemente somos conscientes de su final y a ese final lo llamamos muerte. Por lo tanto, las palabras, el lenguaje y el símbolo, al introducir el tiempo en nuestro cuerpo, nos introducen a la vez en la muerte.

Ese tiempo subjetivo, ese tiempo cifrado en las palabras y en la temporalidad que recortan de fuera y nos graban dentro, es el tiempo de la música. La música es el tiempo de la muerte porque nace del tiempo que interiorizamos con las palabras. Y las palabras nacen del vacío de la ausencia, del vacío de las heridas donde surge el alma.

Este es el nudo fascinante que constituye a la música: ausencia, vacío, palabras, tiempo subjetivo, muerte y sonido.

La hermosura de la música radica en la voz sin palabras que la constituye. La música son los sonidos que nacen del tiempo entre una palabra y otra, pero sin ser esos sonidos mismos ninguna palabra. Son sólo tiempo, un tiempo que ha surgido entre una palabra y otra, entre una palabra inicial y otra final, entre el “hola” que inaugura el comienzo de las notas musicales y el “adiós” que las finaliza en el silencio. Es por eso que la música es el arte del tiempo, del único tiempo que le importa a la persona: el suyo propio, el subjetivo, el que sufre al sentirlo deslizarse entre su piel sin poder retenerlo.

La música surge pues del tiempo subjetivo, justo de ese vacío que se siente y no se puede detener. La música surge de ese continuo desangrarse en segundos que es la vida humana y, sobre todo, de saber que así nos desangramos, de ser conscientes de eso. Por ello, la música es la voz de la muerte. El tiempo subjetivo siempre sabe de su final y, si la música surge de ahí, no es extraño que señale continuamente a la muerte, al final de todo tiempo subjetivo. Pero, precisamente por eso, precisamente porque la música es la voz de la muerte, la música también es necesariamente el latido de la vida.

Existe una idea muy común sobre la música que creo es equivocada. Se suele decir que una de las características fundamentales de la música, que la define y la encumbra como arte es que la música nos hace sentir. La música es un arte porque nos conmueve y nos produce emociones. Si pensamos esta idea con el saber del psicoanálisis, no nos queda más remedio que tildarla de errónea.

Las emociones son el pico más visible y fugaz de los afectos. Nos emocionamos cuando nuestros afectos vibran, pero los afectos ya los tenemos nosotros, nada de fuera nos los introduce. En todo caso, lo de fuera los llama, pero no los crea. En este sentido la música no nos hace sentir, no nos introduce emociones o afectos nuevos que experimentamos porque la música los porte en sí misma. Lo que hace la música es crear el lecho apropiado para que los afectos que ya tenemos se recuesten y se estiren. Confundimos el escenario que prepara la música para nuestros sentimientos con la idea de que la música nos produce esos sentimientos.

Esto explica que la misma música haga experimentar a diferentes personas distintos sentimientos. La música no transmite afectos, sólo construye el espacio, a través del tiempo sonoro subjetivo, para que los afectos que ya tenemos se desplieguen.

Para captar esta idea sólo hay que comparar, por ejemplo, la Sinfonía de las lamentacionesde Górecki con el hilo musical de un ascensor o de una sala de espera. Con el hilo musical no sentimos nada, puesto que es música que no prepara el espacio para nuestros afectos, sino que sólo existe para atenuar la monotonía de una espera o de un viaje en ascensor, mientras que la sinfonía de Górecki está hecha para que nuestros afectos se despierten. Ahora bien, los afectos que mueve esa sinfonía son siempre distintos para los oyentes, precisamente porque la música de Górecki no introduce afectos, sino que prepara el terreno para que los afectos presentes en cada uno de nosotros se enciendan y produzcan distintos sentimientos.

La música despliega el tiempo subjetivo a través de sonidos. La voz de la muerte que es la música, al entrelazar el tiempo con los sonidos, prepara el espacio para que los afectos que nos habitan vibren y así podamos experimentarlos en una cercanía que habitualmente está ausente en nuestras vidas. Estos afectos, sentimientos o emociones que la música permite hacer aparecer son el eco de nuestra propia vida. De ahí que, aunque la música no deje de ser la voz de la muerte, sea también necesariamente el latido de la vida.

Y ahí estamos nosotros. Los pobres seres humanos, animales humanizados por el lenguaje. El lenguaje, que nos introduce la rotura, el vacío y la vivencia del tiempo y que nos condena a existir acariciando continuamente la carcajada absoluta de la muerte.

De esa impotencia nacida de la lucha entre el perdedor que somos y la invencibilidad de la muerte, atacamos con rabia a través de nuestras heridas y hacemos surgir la música para fracturar nuestro tiempo, para multiplicarlo, para inventar eternidades que se consumen en el lapso sonoro de piezas musicales.

La música no acompaña a la muerte para hacernos danzar con ella, sino que es un arma que poseemos para centuplicar la vida. Brillamos con la música, gritamos con ella, follamos con ella, amamos con ella, nos angustiamos con ella para mostrar sin palabras que estamos vivos. No nos consumimos con la música, somos música porque somos vacío, estamos heridos, hemos perdido y somos el fogonazo efímero de un relámpago. La música es el sonido del relámpago que somos y que infinitiza el brevísimo tiempo de nuestra existencia.

Así que vamos a terminar sumergiéndonos en Iron Maiden, en la música que compusieron para imaginar los últimos momentos de un condenado a la horca. Vamos a experimentar el estiramiento del tiempo que la música nos proporciona, gritando vida hasta en el seno oscuro de la muerte.

Muchísimas gracias por vuestra atención. ¡Dale caña!

 

Escrito por Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla

Psicólogo clínico del equipo de Ágalma

 

* Las piezas musicales que acompañaban la conferencia fueron las siguientes (por si queréis leer el texto con la música, están todas en Youtube y Spotify). Pongo primero el nombre de la pieza y entre paréntesis el artista:

  1. Hurt (2Cellos)
  2. On the nature of daylight (Max Richter)
  3. The last man (Clint Mansell)
  4. Experience (Ludovico Einaudi)
  5. Nothing else matters (Apocalyptica)
  6. Elizabeth (Ashram)
  7. Hallowed be thy name (Iron Maiden)

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2 ideas sobre “Un poema sinfónico del vacío. Diálogos entre la música y el psicoanálisis

  • MERCHE

    Hola…desconocía que escribieras tan bien. «Tengo un gran psicólogo que cree que es Narcisista compartir sus conocimientos»… se que me aconsejaste leer solo la mentira de las emociones … o algo así… pero cuando he entrado en esta web, no he desaprovechado en leerlo todo… y mi pensamiento ha sido «¿Cómo me he podido estar perdiendo todo esto?».
    Si me permites mi querido psicólogo, tienes mucho que dar a los demás, tu exceso de humildad no te deja ver todo lo que tienes que dar al mundo.
    Soy seguidora de Ludovico Einaudi… es la única música que me ha resultado familiar. que me resuena… y que desbarajusta mis sentimientos… es la que me suelo poner cuando necesito romper a llorar pero no puedo, es la que escuchaba cuando estaba ingresada en salud mental… es la que me pongo cuando seguir me cuesta un gran esfuerzo.
    Bueno, voy a leer lo siguiente. ..
    MUCHAS GRACIAS

    • Ágalma Autor

      Muchas gracias, Merche, por tus amables palabras. Es una alegría saber que uno puede aportar algo a los demás, como tú ejemplificas continuamente. Agradezco mucho que nos leas. Un saludo.