Objetividad, normalización, violencia y resistencias de la subjetividad


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El fin de semana pasado tuve el privilegio de hablar en las jornadas de La Revolución Delirante en Valladolid. Formaba parte de una mesa con tres compañeras implicadas, reflexivas y subversivas.

Acostumbrado al escaso nivel de cualquier jornada sobre salud mental, La Revolución Delirante descuella con muchísima ventaja. Estas jornadas son uno de los poquísimos espacios de crítica al sistema, de reflexión conjunta (profesionales, familiares, personas que padecen el sistema) y de implicación comunitaria que existen en este país. Las disfruté mucho, muchísimo.

Las mesas tuvieron un nivel muy bueno y se tocaron diferentes aspectos de la violencia (tema de las jornadas) que la salud mental provoca. Me hizo muy feliz ser testigo de la lucha que desde otros sitios se lleva a cabo.

Con el fin de que perviva en el recuerdo, comparto la parte que elaboré para estas maravillosas jornadas.

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Buenos días. Muchas gracias a la Revolución Delirante y a los organizadores de estas jornadas por brindarnos la oportunidad de compartir nuestras reflexiones y experiencias.

Creo que hay una frase de Michel Foucault que condensa el corazón de esta mesa. El filósofo francés afirma que “es necesario concebir el discurso como una violencia que se ejerce sobre las cosas, en todo caso como una práctica que les imponemos”[1].

De eso se trata, en efecto, pues en el fondo todo discurso, que siempre está sostenido por palabras, violenta las cosas que pretende cernir. Aunque esas cosas sean seres humanos. Las violenta de manera a veces manifiesta y coercitiva, a veces de manera sutil y con el beneplácito de todas las partes. Esto último puede llegar a tomar la forma aparente de una ética que siempre busca el bien del prójimo. Pero no hay que olvidar aquella frase que el doctor Sheldon Cooper afirmaba en un capítulo de la serie The big bang theory: “el mal siempre cree que hace el bien”.

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No es casual la referencia respecto al discurso y a las cosas, puesto que actualmente vivimos envueltos en un discurso que necesariamente cosifica todo lo que entra en su órbita – incluido el ser humano, al que convierte en puro objeto, pura cosa -, y lo hace en base a malentender el método de la Ciencia. Nos referimos al discurso cientificista.

El cientificismo es la “doctrina según la cual los métodos científicos deben extenderse a todos los dominios de la vida intelectual y moral sin excepción”[2]. Es una exageración esencial basada en creer que la Ciencia es la única posibilidad de conocimiento[3]. Lo cual sería fabuloso si la propia Ciencia no tuviera graves limitaciones, especialmente en lo concerniente al ámbito humano.

El cientificismo cae en dos errores fundamentales. Por un lado, exagera desde datos incompletos[4], extrapolando causalidades lineales y supuestamente objetivas tomando como fundamento datos en apariencia matemáticos, los cuales suelen confundir correlación con causalidad.

Por otro lado, confunde reducción metodológica con reducción ontológica[5]. Es decir, se cree que como hay aspectos de una persona que pueden descomponerse en variables (peso, altura, tipo de sangre…), esas variables explican la totalidad de la persona. En otras palabras, se cree que el todo es únicamente la suma de las partes.

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A pesar de estos graves errores, o más bien a causa de ellos, el cientificismo hace ondear el estandarte de la objetividad y lo medible con una furia peligrosa. Si la objetividad es lo único que puede aportar conocimiento y ella sólo está supeditada a lo medible, entonces el ser humano sólo puede conocerse si se reduce a cifras y, al mismo tiempo, se le cosifica. Esto produce un aplastamiento absoluto de la subjetividad y una ceguera que muchas veces provoca catástrofes.

La pasión cientificista está presente en todas las ciencias humanas, sin embargo, el problema se agrava en salud mental, puesto que el cientificismo ha encontrado el matrimonio perfecto con el fundamento que ha definido a la salud mental desde los orígenes de la psiquiatría: su carácter de disciplina.

La disciplina es un tipo de poder que es discreto y funciona en red. Su existencia sólo se hace evidente en la docilidad y la sumisión de aquellos sobre quienes se ejerce en silencio[6], ya sean usuarios, ya sean profesionales. Michel Foucault sintetiza las características esenciales del poder disciplinario, las cuales son de rabiosa actualidad en el ámbito de la salud mental.

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En primer lugar, la disciplina tiende a capturar de forma exhaustiva el cuerpo, los gestos, los comportamientos y el tiempo de los individuos[7] – pensemos en la psicoeducación, los controles farmacológicos o las terapias más conductistas -. Para ello el poder disciplinario necesita imponer un control constante, lo cual hace situando a los individuos perpetuamente bajo la mirada de alguien o en situación de ser observados[8] – tengamos en mente la vigilancia ejercida tanto sobre los usuarios como sobre los profesionales -.

En segundo lugar, para que la disciplina pueda tener ese control y capturar al cuerpo en su totalidad, utiliza la escritura: se registra todo lo que ocurre, todo lo que hace el individuo y todo lo que dice, se mantiene siempre accesible la información, que se puede transmitir a toda la jerarquía[9] o a todos los dispositivos – recordemos la historia digital, que puede ver cualquier profesional de la medicina -. Esto implica que la omnivisibilidad sea otra característica fundamental de la disciplina.

Que se pueda ver todo y a todos permite al poder disciplinario intervenir en cuanto aparezca el primer comportamiento o gesto desviado. La precocidad en la intervención es característica de la disciplina. Se trata de intervenir incluso antes de que surja el propio acto[10]. Esta intervención se realiza siguiendo un sistema de vigilancia, recompensas y, sobre todo, mediante castigos o correcciones pequeñas pero constantes.

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En tercer lugar, el poder disciplinario se ejerce en dispositivos que están perfectamente articulados entre sí y en los cuales el individuo puede pasar de uno a otro[11] – de escuelas de educación especial a unidades infantiles de salud mental, de cárceles a hospitales psiquiátricos -.

En último lugar, el poder disciplinario tiene su límite en el individuo inclasificable.

Si la disciplina tiende a distribuir y clasificar todos sus elementos y a todos los individuos sobre los que se impone, el punto de imposibilidad son aquellos individuos que no logran ser fagocitados en la disciplina. En otras palabras, el poder disciplinario tiene como consecuencia inevitable la existencia de un residuo inclasificable[12]. Es cierto que la disciplina creará otros dispositivos para poder clasificar a esos residuos, pero se volverá a encontrar con un individuo imposible de clasificar. Es aquí, en el individuo inclasificable, donde se abre una brecha para la aparición y la toma de poder de la subjetividad.

Por todo lo anterior, Foucault concibe al “enfermo mental” como el residuo de todos los residuos, el residuo de todas las disciplinas, aquel que, dentro de una sociedad, es inasimilable a todas las disciplinas escolares, militares, policiales, etc[13]. Si el “enfermo mental” es lo más inasimilable y queda en manos de la salud mental, entonces la salud mental se convierte en la disciplina más poderosa, global y brutal.

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El fundamento del poder disciplinario reside en que tiende a un estado terminal óptimo[14]. Dicho estado lo constituye tanto el individuo ideal como el funcionamiento ideal del propio sistema disciplinario, que implicaría un funcionamiento automático sin vigilantes ni castigos correctivos; donde todos los individuos estarían en su lugar, obedecerían y se comportarían correctamente sin necesidad de actuar sobre ellos. El ideal social gobierna la disciplina. La distopía de Orwell en su libro 1984 ilustra esta cuestión especialmente bien.

Ese estado terminal óptimo de donde la disciplina extrae su poder implica entonces que la norma sea la pieza central. Normas para comportarse, para pensar, para alcanzar el ideal[15]. Y la norma, por la que se diseñan todos los protocolos y toda la vigilancia, toda la formación y la práctica profesional, es igual para todos: las mismas normas para todos los individuos, sin excepción.

Ahora bien, la característica esencial de la norma nos pone sobre aviso respecto a las actuaciones comunitarias que este foro defiende con nobleza. La función de la norma no es excluir ni rechazar sino, al contrario, tratar de incluir al individuo y, por tanto, la norma estará ligada siempre a una técnica positiva de intervención y transformación del individuo[16]. Habrá que pensar si en ocasiones el furor en la defensa del tratamiento comunitario, que trata con gran insistencia de integrar al individuo en su sociedad, no estará obedeciendo a mandatos disciplinarios. No olvidemos que el tratamiento comunitario sigue perteneciendo a la salud mental y esta está definida por su carácter disciplinario.

De cualquier forma, el alma del poder disciplinario es la normalización. Por tanto, la disciplina distingue entre quienes son clasificados como ineptos, incapaces o anormales y los demás[17]. La disciplina hace una partición entre normal y anormal: lo normal es lo que es capaz de adecuarse a esas normas y lo anormal, lo que es incapaz de hacerlo[18].

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Para ir concluyendo quisiera dar cuatro pinceladas respecto al hermanamiento que han establecido el cientificismo y la disciplina en salud mental.

Tanto el cientificismo como la disciplina aspiran a la universalidad. Las prácticas y resultados de ambos ansían ser aplicados a todas las personas de la misma manera.

Desde el cientificismo la universalidad proviene de la objetividad: desposeyendo al individuo de su singularidad subjetiva se pueden hacer conjuntos de cuerpos, funciones, pensamientos o síntomas y establecer un único tratamiento para los miembros de cada conjunto. Se pueden hacer leyes universales para aplicarlas a cada individuo. Desde la disciplina la universalidad proviene de las normas, iguales para todos.

Si en salud mental cientificismo y disciplina van unidos, entonces se puede normalizar desde la objetividad y objetivar desde la norma. En otras palabras, las normas protocolarias o de tratamiento se instauran argumentando que son objetivas y, por tanto, verdaderas y válidas. Por otro lado, a los individuos se les cosifica, se les convierte en objetos, en referencia a una norma que tiene su fundamento en un modelo ideal. Norma y objetividad se complementan y retroalimentan en salud mental.

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En segundo lugar, tanto el cientificismo como la disciplina se caracterizan por imponerse al individuo, lo cual es una consecuencia de su tendencia a la universalidad.

Si algo se ha demostrado objetivo, entonces hay que aplicarlo obligatoriamente a todos – dice el cientificismo -. Si algo es normal, entonces hay que imponerlo a todos – dice la disciplina -. El cientificismo aplasta la subjetividad imponiendo la objetividad, y la disciplina, imponiendo la norma. El cientificismo crea cosas que son iguales porque no son individuos sino objetos, y la disciplina crea individuos que son iguales porque son normales. Si en salud mental ambos van unidos, tenemos individuos que hay que convertir en normales y eso pasa por cambiar su estatus de sujeto a objeto.

En tercer lugar, tanto el cientificismo como la disciplina toman el poder de una verdad exterior a ellos.

En el cientificismo la verdad proviene del supuesto tratamiento matemático de variables medibles, mientras que en la disciplina la verdad proviene de un ideal social, que puede alcanzarse descomponiendo los comportamientos en elementos para poder modificarlos y, por tanto, pueden ser medidos. En la unión de esto producida en salud mental observamos entonces que el ideal puede ser medido, por tanto, en teoría, alcanzado; y, a la inversa, lo ideal, que constituye la norma, es la medición.

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En último lugar, tanto el cientificismo como la disciplina tienen su límite en lo diferente. El cientificismo queda fracturado ante lo que escapa a la objetividad y no puede subsumirse en la ley universal de la Ciencia. La disciplina tiene su límite en lo inclasificable, que es lo que escapa a la universalidad de la norma. Ambos, lo imposible de medir, de objetivar, y lo inclasificable que la norma no puede someter, son justo las expresiones más legítimas de la subjetividad. Por eso en la salud mental cientificista y disciplinaria lo diferente, que es justo lo más propio del individuo, es equivalente a una anomalía que hay que tratar.

Pero justo aquí están las brechas donde el individuo puede tomar fuerza en su propia subjetividad y no someterse a esta universalidad devoradora de cuerpos y almas.

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Esta introducción teórica pretende enmarcar el espíritu de la mesa. A continuación, Soraya hablará de ejemplos concretos respecto a cómo la objetividad cientificista y la normalización disciplinaria son evidentes en salud mental. Posteriormente, Marta comentará testimonios de profesionales de salud mental que, a pesar de estar sometidos también a la objetividad y la disciplina, maniobran para respetar y alentar la subjetividad. Por último, Elena expondrá cómo la subjetividad y la brecha que provoca puede ser posibilitada dentro del propio sistema y lo que se puede lograr con ello.

Cedo la palabra a Soraya.

 

Escrito por Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla

Psicólogo clínico del equipo Ágalma.

 

REFERENCIAS

[1] Foucault, M. El orden del discurso, p. 53.

[2] Peteiro, J. El autoritarismo científico, p. 50. [Esta definición está tomada del diccionario de la RAE]

[3] Íbid.

[4] Íbid, p. 51.

[5] Íbid, p. 57.

[6] Foucault, M. El poder psiquiátrico, p. 34.

[7] Íbid, p. 58.

[8] Íbid.

[9] Íbid, p. 59.

[10] Íbid, p. 62.

[11] Íbid, p. 64.

[12] Íbid, p. 65.

[13] Íbid.

[14] Íbid, p. 58.

[15] Foucault, M. Seguridad territorio y población, p. 58: “El punto al que se aplica un mecanismo disciplinario no es tanto lo que no debe hacerse como lo que debe hacerse. Una buena disciplina es la que nos dice en todo momento lo que debemos hacer”.

[16] Íbid.

[17] Íbid.

[18] Íbid.

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