Sobre el amor y la renuncia


 

No estoy ahí, a fin de cuentas, por su bien, sino para que ame.

Es una cita del Seminario 8: La transferencia de Jacques Lacan.

Esa es la cuestión entonces, que como psicoanalista uno no está por el propio bien de la persona que consulta. Se está para otra cosa más importante, más intangible incluso, se está para que la persona pueda amar. Y no es tarea fácil, sobre todo en la realidad contemporánea.

Esta cita de Lacan es casi contraintuitiva. ¿Un profesional de la salud mental no está en el fondo para el bienestar de su paciente? Sí, por supuesto, especialmente si el profesional no se ubica dentro del marco psicoanalítico. Lo habitual es que la psicoterapia se defina precisamente por eso: el profesional quiere el bien del paciente. Cuestión peligrosa, pues ¿qué es el bien? Desde Platón hasta Foucault la filosofía se ha roto la cabeza tratando de responder a eso.

Es una cuestión peligrosa porque los psicoterapeutas (que no tienen habitualmente ni idea de filosofía) realizan la misma identificación ingenua desde siempre, a saber, que el bien es la felicidad. ¿Y qué es la felicidad? Otra respuesta ingenua: la felicidad es el placer y la ausencia de dolor. Ya estamos perdidos, aunque sólo sea porque el placer y la ausencia de dolor no se declinan de la misma forma en cada persona.

Estar para el bien del paciente es, en el mejor de los casos, mentirle y, en el peor, aplastarle. Es el peligro de las psicoterapias así situadas, ya que, en el extremo, el terapeuta se toma como el modelo de lo que se debe ser para obtener la felicidad, para alcanzar el bien. No digamos ya las nuevas modas en el mundo psi tales como la bioneuroemoción o el coaching. Aquí ya se pierde el norte totalmente, igual que pasa con la autoayuda. Sin embargo, triunfan porque no es fácil dejar de ser esclavo. Es muy tentador dejarse engañar con anestésicos, particularmente si estos toman la forma de palabra.

En cambio, el psicoanalista sabe otras verdades. Sabe, porque Freud lo mostró una y otra vez, que la persona no renuncia fácilmente a su sufrimiento, que la persona se satisface en el malestar y que el bien y la felicidad para la persona no pocas veces toman la forma de la repetición y la muerte. Lacan lo sabía y por eso insistía “no estoy ahí, a fin de cuentas, por su bien”. Uno no está ahí por el bien del paciente, no sólo porque el psicoanalista sabe que al hacer eso le miente o le aplasta, sino porque, además, al estar por el bien del paciente, muchas veces le está ayudando a repetir, le está acompañando a la muerte, le está llevando de la mano al abismo, puesto que la persona no renuncia a ese recorrido insidioso que de manera silente le conduce a lo peor.

Entonces, si el psicoanalista no está por el bien del paciente, ¿para qué está? Y Lacan responde “para que ame”. Ya está. Un psicoanalista está para eso, para que su paciente ame. ¿Por qué? Porque vivir un poco mejor siempre supone una renuncia.

La persona no renuncia cómodamente a su sufrimiento, no renuncia fácilmente a la repetición que le conduce al dolor del que se queja, pero que, precisamente porque no renuncia, sostiene. Y uno nunca renuncia por nada. Para renunciar hace falta algo. ¿El qué? Tres cosas: o bien la presencia real de la muerte, o bien la fractura súbita del lugar en el mundo donde se sostenía la persona, o, sobre todo, el amor. Uno renuncia fundamentalmente por amor. No simplifiquemos, no estamos diciendo que uno renuncie porque ame a otro, estamos diciendo que uno renuncia porque ama. Da igual si lo que se ama es persona, cosa, trabajo o afición. Para entenderlo sólo hay que pensar en los niños.

Hace un tiempo, en una entrevista, el psicoanalista Manuel Fernández Blanco hablando sobre la educación recordaba a Freud. Freud decía que la educación de un niño consistía en hacerle renunciar a las satisfacciones inmediatas (se come a una hora y no cuando se quiera, hay que aguantarse hasta llegar al baño y no hacerse las necesidades encima, se duerme por la noche y no cuando uno tiene sueño por el día, etc.) Y Freud mismo afirmaba que para poder renunciar a todas estas cosas que dan una satisfacción inmediata, el niño debía tener miedo a perder el amor de sus padres. Para poder educar a un niño es necesario que este sienta que el amor de sus padres puede perderse. En otras palabras, se renuncia por amor, aunque el amor tome el rostro de un miedo irreal. Por eso para educar hace falta amor, porque sólo se renuncia a lo inmediato en su nombre.

En el caso de los adultos estamos, a fin de cuentas, en un esquema parecido, pero mucho más complicado y retorcido, ya que el psicoanálisis no quiere educar y el adulto no quiere ser educado, aunque muchas veces se desgañite pidiéndole precisamente eso al analista.

El psicoanalista sabe que el síntoma de la persona encierra siempre una satisfacción secreta, por eso es tan difícil de abandonar. La persona lo mantiene a pesar del dolor y no renuncia. El psicoanalista sabe que para que uno pueda maniobrar con su síntoma, cambiarlo, vaciarlo, atenuar su sufrimiento, la persona tiene que renunciar un poquito a algo de esa satisfacción inmediata que el síntoma siempre esconde.

Entonces, si tiene que renunciar un poquito y la renuncia casi siempre se hace en nombre del amor, el psicoanalista está ahí para que el paciente ame. Para que ame y pueda renunciar, porque renunciar en nombre del amor no es lo mismo que la pérdida absoluta. Se gana algo, el movimiento del amor. Y el movimiento del amor siempre conduce de dentro hacia fuera, abre el mundo y nubla el vacío íntimo.

Las psicoterapias fuera del campo psicoanalítico tratan de educar a la persona, lo cual no sería tan malo, pero es que encima tratan de educarla mal porque no tienen en cuenta el amor. Simplemente se espera que la persona renuncie a eso que le hace sufrir en nombre de un bien mayor o, en otras palabras, en nombre de nada. Como si renunciar en nombre de un supuesto bien mayor (felicidad tal y como la entiende el terapeuta o la parte consciente de la persona) pudiera hacer que la persona cambiara mágicamente y desechara su satisfacción más secreta. Al hacer esto, al pedirle a la persona que renuncie en nombre de un bien mayor supuestamente acordado, se le está pidiendo que renuncie por nada. Evidentemente, esto fracasa.

Fracasa porque si se pudiera renunciar por nada, la persona quedaría cara a cara con el abismo que le habita, con el vacío que le constituye. Uno sabe que renunciar por nada abre la puerta a la angustia y a lo insoportable. Hay que dar algo o, más bien, la persona ha de encontrar algo que vele ese vacío, que lo vista. Por eso la mayor parte de las veces la persona sólo puede renunciar por amor. El amor cubre ese vacío, le da algo a cambio, le abre el mundo, le abre a los otros, le abre a la incertidumbre dolorosa de la vida y lo salva de sí mismo. No en vano Neruda escribió Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida.

Por todo eso el psicoanalista no está ahí, a fin de cuentas, por el bien del paciente, sino para que ame. Porque amar es vivir y satisfacerse con lo mismo es ir muriendo de a poco. Y para que la persona ame a veces hay que enseñarle a eso y a veces hay que dejar que lo despliegue. Enseñarle a amar no quiere decir educarle en el amor. Enseñarle a amar es enseñarle a sentir la falta, enseñarle a desplegar el deseo y su potencia.

No es fácil en la actualidad, pues vivimos en una época donde los objetos obturan el deseo, donde nos anestesiamos continuamente para no hacer lazo con los otros. Cuanto más repetimos la anestesia, más la necesitamos, más morimos y más sufrimos, porque repetir lo mismo no hace más que agrandar el vacío. Y el vacío no es la falta. El vacío es la muerte, pues nos condena a taparlo y, paradójicamente, a la vez que lo tapamos, lo hacemos más presente. Sólo hay que observar a los adictos. La drogadicción y el autismo son los modelos de la clínica actual, ambos desligados del amor, ambos rechazando el vínculo, ambos haciendo visiblemente insoportable el vacío.

Si el vacío puede velarse con la falta, la vida resurge. La falta es el tratamiento del vacío por medio del amor, el resultado es el deseo. A través de la falta uno se vincula a los demás, al mundo, a través de la falta del deseo uno ama y renuncia al vacío que la satisfacción inmediata siempre hace existir.

Es por eso que la posición del psicoanalista en la actualidad no es nada fácil. Por un lado, tiene que lidiar con todos los objetos que las personas utilizan para anestesiarse y, a la vez, para sufrir y a los que no quieren renunciar. Por otro lado, las personas y la cultura le demandan al analista que esté no para que la persona ame, sino por su bien. Esto en el fondo quiere decir que se le pide al analista que esté para depurar el malestar de la persona y lograr hacerla feliz con aquello que le hace sufrir. En otras palabras, se le pide al psicoanalista que esté para que la persona no renuncie, y ello en nombre de un falso bien, el cual encierra en su corazón una satisfacción inmediata que se anhela irrenunciable.

Pero hay psicoanalistas que no retrocedemos, porque sabemos que, al final, la última esperanza es el amor. Y nos resistimos a estar para el falso bien de la persona y de la cultura. No estamos para el falso bien del goce, sino que estamos para que la persona ame, con todos sus sufrimientos y desventuras, con todo el colorido y las decepciones, con todos los estallidos y los alaridos. Que ame, con todas sus fuerzas. Que ame. Que viva.

Por eso no dudamos en suscribir la tesis final de la conferencia que el psicoanalista Javier Carreño enunciaba en las jornadas de la Otra psiquiatría de 2016: Lo único subversivo hoy que aporta el psicoanálisis, lo único revolucionario que nos guía a los analistas es el amor.

 

Escrito por Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla

Psicólogo clínico del equipo Ágalma

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